Cuerpo político y quinismo
Adoquines bajo la playa. Escenografías biopolíticas del 68 (Buenos Aires, Grama, 2011) recupera dos ideas básicas del archianalizado acontecimiento. En primer lugar, una práctica subversiva radicada en la experiencia corporal. ¿Qué significa esto? Nada más y nada menos que la idea de que todo juicio crítico y toda acción política se hacen, como dirían Gabriel Marcel y Maurice Merleau-Ponty, encarnados. Todo contexto y toda situación es una red de vinculaciones afectivas con un espacio social significativo y una biografía. Sobre ellos elaboramos un discurso que, a veces, los expresa, en la mayoría de ocasiones sólo traduce nuestra experiencia, como diría Passeron, con muchos eclipses. Los discursos establecidos, el personaje que la realidad nos demanda -y que nosotros representamos-, suelen hacernos decir lo que no sentimos y actuar como no queremos. Volver al cuerpo, por lo demás, nada tiene que ver con la espontaneidad y sus correlatos narcisistas: consiste en recuperar esas capas significativas y, aunque sea difícil reactivarlas completamente, intentar, cuando hablamos y actuamos, ser justos con ellas. Entre las virtudes de este libro se encuentra comprender bien, con las buenas lecturas de Jorge Alemán y Sergio Larriera, qué podemos derivar en política de la experiencia psicoanalítica. Una política corporal tiene poco que ver, nos dice Germán, con el strip-tease expresivo, sino con la exigencia de una palabra más pesada y menos autosatisfecha.
Con razón, rechaza Germán, las visiones apocalípticas de Mayo tipo Houellebecq. Pero, sin embargo, no en todo hay distancia y me gustaría leerle algo más pausado al respecto. El culto al yo, el odio al Estado y la espectacularización de la vida es, dice Germán, lo que ejemplifica Sarkozy y, a su través, "el falso cliché vitalista" de Mayo del 68. Efectivamente, una política encarnada sabe que el yo es, en parte, un constructo del que solo trabajosamente emerge la novedad (y que esta no siempre es emancipatoria); que existimos como individuos gracias a que la cooperación colectiva compleja y anónima (la solidaridad orgánica de Durkheim) nos proporciona un don anónimo: de generaciones muertas que contribuyeron a la caja común de la seguridad social, de individuos que sin conocernos nos ayudaron a nacer porque creían que, con su acción anónima, servían, en los hechos, a la razón común; que, para terminar, una vida comprometida es una vida modesta que sabe que sólo con los próximos, en la gestión cotidiana de nuestra experiencia, puede plantearse una acción política eficaz y honesta: la política, recuerda Rancière, no se juega en la pureza religiosa del fanático con sus sospechas mórbidas y sus ansias de depuración eterna, inagotable, inacabable. La idea del "enemigo objetivo", que incluso parasita los debates en nuestro 15M, muestra cómo la política degenera -me lo explicaba Antonio Campillo hace unos días- en contacto con categorías religiosas. Desgraciadamente, el stalinismo no tenía la exclusiva: aún cuando es anecdótico el fenómeno persiste. La política transformadora aparece cuando emerge lo igualitario en lo jerarquizado, lo común en lo privado: cuando hablamos en una asamblea o nos rebelamos contra una institución o contra un compromiso vergonzante, pero también cuando limpiamos el polvo, nos preparamos una clase o cuando nos resistimos a que la envidia nos impida admirar lo que es mejor que nosotros.
La segunda idea del libro, coherente con la primera, es la defensa del quinismo frente al cinismo. El quínico, explicaba Sloterdijk, se expone en un cara a cara desventajoso, consciente de que no hay más escondite que la indignidad. El cínico, por el contrario, es aquel que, sin creer en lo que hace, desea sacar provecho. Germán identifica la buena herencia de Mayo (porque ¿quién tiene la buena clave de la historia?) con el quinismo; la primera es el agua en la que nos bañamos a diario y gracias a la cual nada nos escandaliza. Estoy de acuerdo con él pero hay algo de lo que se olvida que también es herencia de la subversión de Mayo: de la violencia de los grupúsculos, de la saña pastoral de los demagogos (que convirtieron en un infierno la vida militante), de las oportunidades políticas que representó la revuelta y de cómo las estupideces se imponían por decirlas alto, fuerte y repetirlas mucho. Si nuestro mundo odia la experiencia política, si quiso olvidarse de ella, si abrazó lo sublime de Ikea, no ha sido solo por malas razones. Germán, con Foucault, recuerda que la liberación de la opresión, siendo titánica, es más fácil: no caer en otra nueva -y hasta peor- es tan difícil como raro. Germán, que ha asumido, y no solo ahora, el riesgo del compromiso, lo comprueba y lo comprobará. Ojalá que desde esa experiencia germinen muchos libros como este. Permitirán que nos acompañemos en el camino y, sobre todo, a que se forme una sensibilidad común que permita que otros, con quien todavía no podemos encontrarnos y que son nuestros conciudadanos, quieran enseñarnos con su presencia.
Adoquines bajo la playa. Escenografías biopolíticas del 68 (Buenos Aires, Grama, 2011) recupera dos ideas básicas del archianalizado acontecimiento. En primer lugar, una práctica subversiva radicada en la experiencia corporal. ¿Qué significa esto? Nada más y nada menos que la idea de que todo juicio crítico y toda acción política se hacen, como dirían Gabriel Marcel y Maurice Merleau-Ponty, encarnados. Todo contexto y toda situación es una red de vinculaciones afectivas con un espacio social significativo y una biografía. Sobre ellos elaboramos un discurso que, a veces, los expresa, en la mayoría de ocasiones sólo traduce nuestra experiencia, como diría Passeron, con muchos eclipses. Los discursos establecidos, el personaje que la realidad nos demanda -y que nosotros representamos-, suelen hacernos decir lo que no sentimos y actuar como no queremos. Volver al cuerpo, por lo demás, nada tiene que ver con la espontaneidad y sus correlatos narcisistas: consiste en recuperar esas capas significativas y, aunque sea difícil reactivarlas completamente, intentar, cuando hablamos y actuamos, ser justos con ellas. Entre las virtudes de este libro se encuentra comprender bien, con las buenas lecturas de Jorge Alemán y Sergio Larriera, qué podemos derivar en política de la experiencia psicoanalítica. Una política corporal tiene poco que ver, nos dice Germán, con el strip-tease expresivo, sino con la exigencia de una palabra más pesada y menos autosatisfecha.
Con razón, rechaza Germán, las visiones apocalípticas de Mayo tipo Houellebecq. Pero, sin embargo, no en todo hay distancia y me gustaría leerle algo más pausado al respecto. El culto al yo, el odio al Estado y la espectacularización de la vida es, dice Germán, lo que ejemplifica Sarkozy y, a su través, "el falso cliché vitalista" de Mayo del 68. Efectivamente, una política encarnada sabe que el yo es, en parte, un constructo del que solo trabajosamente emerge la novedad (y que esta no siempre es emancipatoria); que existimos como individuos gracias a que la cooperación colectiva compleja y anónima (la solidaridad orgánica de Durkheim) nos proporciona un don anónimo: de generaciones muertas que contribuyeron a la caja común de la seguridad social, de individuos que sin conocernos nos ayudaron a nacer porque creían que, con su acción anónima, servían, en los hechos, a la razón común; que, para terminar, una vida comprometida es una vida modesta que sabe que sólo con los próximos, en la gestión cotidiana de nuestra experiencia, puede plantearse una acción política eficaz y honesta: la política, recuerda Rancière, no se juega en la pureza religiosa del fanático con sus sospechas mórbidas y sus ansias de depuración eterna, inagotable, inacabable. La idea del "enemigo objetivo", que incluso parasita los debates en nuestro 15M, muestra cómo la política degenera -me lo explicaba Antonio Campillo hace unos días- en contacto con categorías religiosas. Desgraciadamente, el stalinismo no tenía la exclusiva: aún cuando es anecdótico el fenómeno persiste. La política transformadora aparece cuando emerge lo igualitario en lo jerarquizado, lo común en lo privado: cuando hablamos en una asamblea o nos rebelamos contra una institución o contra un compromiso vergonzante, pero también cuando limpiamos el polvo, nos preparamos una clase o cuando nos resistimos a que la envidia nos impida admirar lo que es mejor que nosotros.
La segunda idea del libro, coherente con la primera, es la defensa del quinismo frente al cinismo. El quínico, explicaba Sloterdijk, se expone en un cara a cara desventajoso, consciente de que no hay más escondite que la indignidad. El cínico, por el contrario, es aquel que, sin creer en lo que hace, desea sacar provecho. Germán identifica la buena herencia de Mayo (porque ¿quién tiene la buena clave de la historia?) con el quinismo; la primera es el agua en la que nos bañamos a diario y gracias a la cual nada nos escandaliza. Estoy de acuerdo con él pero hay algo de lo que se olvida que también es herencia de la subversión de Mayo: de la violencia de los grupúsculos, de la saña pastoral de los demagogos (que convirtieron en un infierno la vida militante), de las oportunidades políticas que representó la revuelta y de cómo las estupideces se imponían por decirlas alto, fuerte y repetirlas mucho. Si nuestro mundo odia la experiencia política, si quiso olvidarse de ella, si abrazó lo sublime de Ikea, no ha sido solo por malas razones. Germán, con Foucault, recuerda que la liberación de la opresión, siendo titánica, es más fácil: no caer en otra nueva -y hasta peor- es tan difícil como raro. Germán, que ha asumido, y no solo ahora, el riesgo del compromiso, lo comprueba y lo comprobará. Ojalá que desde esa experiencia germinen muchos libros como este. Permitirán que nos acompañemos en el camino y, sobre todo, a que se forme una sensibilidad común que permita que otros, con quien todavía no podemos encontrarnos y que son nuestros conciudadanos, quieran enseñarnos con su presencia.